La situación humana a la luz del Evangelio (Ciclo A)
Adolfo Galeano
Breve historia del Ministerio de la predicación
La predicación cristiana se enraíza en el anuncio del Reino que hizo el Señor, el cual a su vez, tiene su antecedente, de alguna manera, en la predicación de los profetas de Israel. Por su parte, los apóstoles continuaron la proclamación de Jesús, pero determinados ya por el misterio pascual. Además de esta influencia interior en la predicación cristiana, se debe resaltar que la forma de tal predicación estuvo también influenciada por los comentarios a los textos bíblicos que se hacían en las sinagogas y por la tradición de la oratoria clásica griega y romana.
Por la Didajé sabemos que en los años que siguieron a la era apostólica existían predicadores itinerantes y que la predicación era parte integrante de la celebración de la Eucaristía. En el siglo III, Orígenes establece lo que será la forma clásica de la homilía durante muchos siglos, haciendo la exégesis de la Escritura versículo tras versículo y aplicando un texto de la Escritura a la vida de los fieles. En la era patrística se tiene clara conciencia de que la predicación es prerrogativa de los obispos, aunque ellos podían delegarla, y a partir del siglo V se difundió la práctica de llamar sacerdotes a predicar, en lugar del obispo. Después de Orígenes, el padre de Oriente que más influyó en el desarrollo de la homilía fue san Juan Crisóstomo, llamado el patrón de los predicadores cristianos.
El Oriente siguió la forma de predicación homilética, mientras que en el Occidente pronto apareció la forma del sermón. Así, mientras la homilía explicaba el texto evangélico y lo aplicaba a la situación, el sermón latino exponía una doctrina o desarrollaba un determinado pensamiento. En Occidente y más concretamente en el Africa latina apareció el tratado más antiguo que se tiene sobre el arte de la predicación y uno de los que más han influido en la práctica de la Iglesia. Es el “De doctrina christiana” de san Agustín. Con él, la predicación occidental llega a su apogeo y él mismo se convierte en el paradigma del predicador cristiano. Después de san Agustín van a aparecer otros textos y manuales para el uso de los predicadores. Tales fueron El sermonario, atribuido a Fulgencio de Ruspe (m. 532-3) y la Regula Pastoralis de san Gregorio Magno (m. 604), quien dedica casi las dos terceras partes a enseñar al clero cómo predicar. A partir del siglo VI comienzan a aparecer los homiliarios patrísticos, que eran colecciones de homilías y sermones de los padres organizados siguiendo el año litúrgico. Esta práctica se extendió durante toda la época carolingia, que vio aparecer numerosos homiliarios, pues la política eclesiástica imperial se propuso promover la predicación mediante normas fijadas por los numerosos concilios regionales que por entonces se realizaron.
En la segunda mitad del siglo XII se comenzó a pasar del sermón propiamente medieval al sermón escolástico, cuando la dialéctica dominó el que hacer teológico. Con todo, ya desde el siglo XI se estaba presentando el fenómeno de la predicación laical itinerante. Se trataba de movimientos laicos que buscaban la renovación de la Iglesia me-
diante la vida común, la pobreza y la predicación itinerante. Es preciso tener también en cuenta la predicación monacal que, aunque fue muy restringida por muchos concilios y algunos Papas, tuvo destacados predicadores, entre los que sobresalen san Bernardo de Clairvaux y algunos de los misioneros entre los bárbaros.
Los siglos XIII y XIV será una de las épocas de mayor florecimiento de la predicación cristiana. A ello contribuyó no poco el movimiento religioso laical con su predicación penitencial y su exhortación moral. Este movimiento que tomó muy a menudo características propiamente heréticas, fue polarizado y orientado dentro de la Iglesia por las figuras de Francisco de Asís y Domingo de Guzmán. En el caso de Francisco, la predicación la hacían los laicos igual que los clérigos, pero se trataba siempre de una predicación penitencial. Al clericalizarse la Orden Franciscana, sobre todo después de la muerte de Francisco en 1226, la predicación fue confiada exclusivamente a los clérigos, y no a todos, propiamente, sino a aquellos que recibían esta misión después de ser examinados. Por su parte, Domingo veía los males de la Iglesia en la ausencia o en las carencias de una verdadera predicación evangélica. Lo cierto es que la predicación estuvo casi completamente a cargo de las nuevas órdenes, y esto de tal manera, que se ha podido hablar de un cuasi monopolio de la predicación popular por parte de las órdenes mendicantes en la Baja Edad Media.
Hasta el tiempo de santo Domingo, la Orden de Predicadores eran los obispos. Es a ellos a quienes compete por oficio el ministerio de la predicación (Ordo Praedicatorum) y de la enseñanza cristiana (Ordo Doctorum). Otros prelados y sacerdotes pueden compartir este ministerio con los obispos, como se ha dicho, pero siempre con la delegación de ellos, pues la predicación ordinaria, o ex officio, era competencia exclusiva de los obispos desde el tiempo de los apóstoles. El 22 de diciembre de 1216 Honorio III confirmó la nueva Orden de Predicadores. Así que por primera vez en la historia de la Iglesia se da una Orden de Predicadores que no es la Orden de los Obispos. No se trata ya de una predicación diocesana, sino universal y al servicio de la Iglesia universal, además es una predicación itinerante, que no está ligada a una iglesia-templo o a un monasterio. Será necesario esperar hasta el Concilio de Trento para que la obligación de predicar los domingos le sea impuesta también a los clérigos, aunque ya el Concilio IV de Letrán había mandado a los obispos a ayudarse de clérigos para la predicación.
La investidura laica era una de las causas de la decadencia de la predicación en la Edad Media, pues muchos obispos la habían abandonado y se dedicaban solamente a recitar homilías de los santos Padres. Se presentaron casos de obispos que tuvieron que ser depuestas a causa de su ignorancia de la doctrina cristiana. Al contrario, muchos movimientos laicos y otros heréticos tenían el ardor por la predicación que faltaba a los obispos.
Inocencio III puso mucho empeño en renovar la predicación, no quitó a los obispos el derecho y el oficio de ella, pero encomendó este ministerio de forma especial a los legados pontificios, mayoritariamente monjes cistercienses, los cuales no lograron gran cosa, pues sus métodos fundados en la política y en la fuerza secular contra los herejes fueron un fracaso.
Inocencio III buscó otra salida al problema de la predicación, acudiendo a los “predicadores reconciliados”. Pero, realmente, los esfuerzos de Inocencio III van a conocer el éxito gracias a las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos. Los primeros encauzando dentro de la Iglesia la predicación moral y de penitencia de los laicos itinerantes y de los movimientos heréticos anti-eclesiales, los dominicos asumiendo la predicación propiamente doctrinal, aunque posteriormente ambas órdenes ejercen las dos formas de predicación.
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San Pablo
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